miércoles, 27 de julio de 2016

Todo lo vivido es irrepetible


 -Te cité en esta pizzería a esta hora de la noche de un martes para decirte que lo mejor es que terminemos con lo nuestro, tal y como lo haría cualquier mujer razonable -comenzó Emma a explicarle a Diego con voz amorosa y baja-, sabes que soy una dama ilustre y casada sacramentalmente, por segunda vez, mientras que tú eres un viudo, y eso es lo mismo que ser soltero. Te mereces a alguien que te quiera y te cuide y esté plenamente contigo. Siempre te lo dije, no podemos ser más que amigos; pero cada vez pienso más en ti, y tú en mí.

Al oír estas palabras él sintió un dolor espantoso, algo así como un cólico renal. No había sorpresa en este planteamiento, de hecho en muchas oportunidades ella ya le había dicho cosas semejantes, es solo que cuando hablaba de esa manera todavía lo sorprendía y lo llenaba de desánimo y tristeza. Empezaba a pensar que aun cuando había hecho su mejor esfuerzo para que la relación perdurara, ella insistía en destruirla. Entonces, como un boxeador, asimiló el castigo con estoicismo sin dejar ver su dolor, más bien optó por el sarcasmo, y dijo sin jactancia ni sentimiento de superioridad:

-Como decía Paul Valery: “¿Qué sería, pues, de nosotros, sin la ayuda de lo que no existe?”

Venía nervioso y entusiasmado, ostentaba una loción masculina dulce e intensa, quería que ella lo viera en todo su esplendor. Sospechaba que sería un encuentro brioso porque ya le había anunciado con anterioridad que quería hablar seriamente con él. Habría preferido ir a bailar salsa, lentamente, abrazados hasta el amanecer, sin ocuparse de nadie ni de nada más en el mundo. Le habría encantado ir a un lugar recóndito a donde nadie los conociera ni los interrumpiera. Habría elegido un sitio de nombre Titikó, un underground ubicado cerca de la esquina de la calle sesenta y cuatro con la avenida Caracas. Pero la vida es dura. En lugar de eso, tendría una conversación seria con Emma tarde en la noche en una pizzería medio vacía. Y, a pesar de todo, estaba de buen ánimo.

Había que madrugar para ir al trabajo al día siguiente. Y, como si fuera poco, Diego sospechaba que Braulio, el marido de Emma, un sujeto de cara bastante anodina, la esperaba afuera de sus casillas, preguntándose: ”¿será que se escapó?”, entre la confusión y el terror, “¿¡a dónde diablos se habrá metido!?”

En realidad lo que sucedía era que Braulio dormitaba en calzoncillos y camisa sobre la enorme cama nupcial de ellos, rascándose el escroto luego de zafarse los mocasines, y de dejarlos caer, así como de quitarse los pantalones, el saco y la corbata para ponerlos de cualquier manera sobre la silla de mimbre junto al enorme televisor empotrado en la pared. Veía absorto la última válida de Fórmula Uno realizada en algún país europeo, sin saber a ciencia cierta en cuál de ellos. Había llegado a ese canal de deportes por accidente luego de pasear por todas las estaciones que ofrecía el servicio de televisión por cable, incluso después algunos a donde solo había lluvia televisiva.

El televisor de la pizzería a donde se encontraron Emma y Diego, en cambio, estaba suspendido en el aire mediante un armatoste atornillado al techo. La gente sentada frente a sus mesas podía ver el aparato desde cualquier punto del restaurante familiar, como en una suerte de panóptico. Y en esa noche mientras sostenían sus charlas casuales miraban distraídamente un juego de tenis entre dos gordos, y uno de los tenistas se cayó al suelo.

¿¡Pero, a quién se le ocurriría tener una cita romántica en una pizzería tarde en la noche un martes!? Había que tener cuidado. No debían salirse demasiado de la habitualidad. Desde Alejandro Dumas, y seguramente desde mucho antes de eso, se sabía que cuando un hombre rompía con la rutina solía ser a causa de un lío de faldas. Y en pleno siglo XXI esta observación también se extendía a las mujeres, puesto que hoy en día tanto ellos como ellas pueden tener relaciones extramaritales. Entonces era apenas razonable encontrarse en un lugar sin muchas aspiraciones, un sitio a donde si alguien llagara a verlos era fácil explicar la situación. Se esconderían ahí, a la vista de todos.

Diego temía que Braulio era un hombre poderoso, sin limitaciones económicas, y muy celoso. Lo imaginaba comparable con Otelo, el personaje de William Shakespeare, y cómo iba a creer un hombre así que esta relación con su hermosa esposa era una casta amistad. Nunca le había tocado un pelo, pero de seguro el marido desdeñado desconfiaba de ella.

A decir verdad, este matrimonio ya venía haciendo agua desde hacía un tiempo, lo cual justificaba plenamente la necesidad de Emma de buscar consuelo en Diego. Y como en este mundo circunnavegado por satélites de todo tipo, surcado por cables de fibra óptica, interconectado por la Internet y las telecomunicaciones, la privacidad había dejado de existir, para un esposo desairado era fácil rastrear toda actividad de su mujer. Para Braulio era sencillo contratar a una persona que documentara secretamente las llamadas telefónicas, por celular y por la línea fija, junto con sus correos electrónicos y su actividad en las redes sociales; acompañado de un asistente que se encargara de vigilarla desde la distancia, en especial en la noche. Es por eso que Diego le tenía miedo a protagonizar un escándalo orquestado por Braulio, o peor aún, a un atentado contra su vida y sus posesiones mundanas.

Pero, como el corazón es veleidoso y la infidelidad exige tanta disciplina, esta parejita que debió permanecer oculta, no lo hizo. Diego y Emma salieron a la luz pública antes de tiempo, pero no por eso quiero decir que haya sucedido algo inesperado. En una noche solitaria, alrededor de las once, le dieron rienda suelta al entusiasmo, y hablaron por celular durante una hora seguida. Se contaron sobre sus vidas presentes y pasadas, y sobre cómo el destino los había unido, el único problema era que ella estaba casada. Y tal como nos lo enseña cualquier grupo subterráneo, como una celda urbana yijadista, por ejemplo, cuando hay necesidad de ocultarse de los ojos curiosos, lo mejor es utilizar aplicaciones encriptadas, tales como Telegram y recientemente Whatsapp con sus nuevas modificaciones que protegen la privacidad.

De modo que Braulio ya sabía sobre la relación oculta entre ellos, pero las cosas no llegaron más lejos porque no era un hombre enamorado, así que jamás increpó a Diego ni a Emma. Es más, ella nunca supo que él ya estaba al tanto de sus andanzas. Claro que, por el otro lado, el marido tampoco halló evidencia de que era un cornudo, los encuentros entre ellos parecían ser inocentes conversaciones entre amigos del sexo opuesto, en un bistró, casi todas las mañanas. Así que Braulio se limitó a hacer que ella sintiera su poderío económico: le ofreció una fuerte suma de dinero para que comprara lo que quisiera y se fuera de viaje, ofrecimiento que ella declinó, por supuesto. Y cuando le contó el incidente a Diego, presenció una escena de celos de antología.

Lo que Emma y Diego buscaban ese martes cerca de la media noche en una pizzería medio vacía era la excepción a la regla, el silencio en el estrépito, la calma en el fragor, querían conversar a sus anchas sin preocuparse de los ojos curiosos de los impertinentes que los miraran acusadores. Se trataba de una cita clandestina, sí, pero lo que querían, al menos en principio, era la conversación distendida entre un par de amigos, un hombre y una mujer que se adoraban desde la distancia. Por esa razón ella escogió un lugar que no fuera un sitio truculento en los extramuros de la ciudad propicio para una noche loca, una noche de copas, más bien prefirió un sitio tranquilo y discreto adecuado para una cena familiar.

I

Pero no vaya a pensar, amable lector, que esta es una parábola moralista al estilo de las de los pensadores de Hollywood acerca de la sexualidad bruta de una mujer, una arquitecta exitosa para ser más exactos, al borde de un ataque de nervios que cabestreaba el tedio y la soledad conyugal mediante un amante. Ella no reconocía a nadie más como su superior. Durante su vida adulta, había tenido poco tiempo para asuntos personales, como la maternidad, a pesar de que sus hijos, Antonio y Natalia, se lo reclamaran cuando eran niños. Tampoco tuvo el más mínimo interés por las naderías de la vida doméstica, mucho menos por el romance. Se hizo una excelente opinión de sí misma y con los años concibió un sólido desprecio por la humanidad. Tuvo la desgracia de no encontrar un punto de comparación que le ayudara a juzgarse a sí misma.

Hasta que un buen día una pasión genuina y fulminante la unió a Diego, solo que las circunstancias vitales de ella se interponían. O, mejor, precisamente porque ella estaba en su segundo matrimonio fue posible que esta nueva relación floreciera, porque todo el mundo quiere amar y ser amado, pero a la hora de encarar la intimidad, la zozobra de necesitar al ser amado, asusta, produce vulnerabilidad. ¿¡Cómo es posible amar y confiar a la vez!?

Entonces Emma insistió en la idea que traía, como si Diego no la hubiera oído la primera vez al llegar a la pizzería en esa noche fría, sin estrellas ni luna, pues el cielo estaba nublado:

-La vida me ha enseñado que con frecuencia lo que empieza de un modo romántico tiende a degradarse acabando en algo trágico, con desprecio, insultos y humillación –casi gritó Emma-, y no quiero eso para nosotros.

Diego siempre procuraba apaciguar los ánimos, mientras que ella no tanto. Consideraba que eran tan breves y escasos los ratos de privacidad entre ellos que no valía la pena darle la oportunidad a que pequeñeces les agriaran el carácter. En algunas ocasiones, que todavía lamentaba, él ya había descubierto dolorosamente que Emma podía llevarlo a tal ira e impotencia que le era preciso violar por un momento la lengua española para describir los nuevos defectos que le parecía que ella compartía con algunas mujeres bastante desesperantes. De modo que esa noche en la pizzería, fiel a su estilo, bebió del vaso de cerveza fría, golosamente, y luego hizo exposición de su dentadura a orillas del Yukón y, por último, respondió filosófico:

-Tengo razón en no haberme casado otra vez. Una pareja agarra sus cosas y se va; pero una esposa habría agarrado mis cosas y se habría ido.

A Emma no le causó ninguna gracia la anotación, más bien se molestó:

-¿¡Y qué hay de nuestro futuro!?

-No te preocupes por eso, Mi Amor –respondió Diego sin quitar los ojos de la pizzería medio vacía, por la hora-, el futuro está en desarrollo. Más bien te invito a bailar salsa a un sitio que conocí hace un tiempo.

Ella volvió la cabeza con rabia, y dijo con mirada despiadada:

-¡Mire cómo me río! No quiero ir a ese sitio. Quién sabe con quién estuvo usted allá, mientras que yo me aguantaba el encerro entre mi casa con Braulio. Para usted es muy conveniente nuestro arreglo. Es libre. Además debió ir a ese sitio espantoso hace poco, quizá el viernes pasado cuando me dijo que estaba cansado, que se iba temprano para su casa a dormir. ¡Usted qué cree: yo soy bruta, pero no las veinticuatro horas del día!

-Tú y yo, como decía Linda Palma, no podríamos estar más enamorados: yo de ti, y tú de tu marido. Pero eso no es tan grave, muchas historias de amor han empezado así y terminaron en el altar o la notaría. Después, en los juzgados, pero no hay que precipitarse.

-Créame –dijo Emma ahora con una voz suave, como la brisa que soplaba en ese instante e impregnaba todo con el aroma de la masa de la pizza recién horneada-, sé que el amor me produce desconfianza. Soy de naturaleza incrédula. Pero también estoy segura de que para usted la fidelidad es el reto supremo.

Diego se quedó pensativo, intuía que esa sería una semana fatídica. Tomó uno de los individuales de papel de cuadros rojos y blancos que estaba sobre la mesa que ocupaban en la pizzería y empezó a doblarlo en pos de confeccionar una gruya. La cocotología lo había ayudado desde la época en que estaba en el colegio para administrar la angustia sin que lo abrumase antes de un examen final oral, por ejemplo. Así que desde niño había cultivado el arte milenario del origami o papiroflexia, porque esta actividad inofensiva y barata lo había rescatado de mil situaciones adversas. Entonces dijo a manera de claudicación:

-Solo quiero una vida más feliz, menos atada a las rutinas y a los códigos; lo único que pido es compartir contigo la vida que me queda.

-¡No sea zalamero! ¿Usted cree que no lo conozco después de todo este tiempo? ¿O no se acuerda cuando me contaba sobre sus andanzas, y cuando sus mujeres lo cogían con las manos en la masa, usted lo negaba todo y se escabullía diciéndoles mentiras bien dichas?

-Sabes que me aconducté desde que te conocí.

-Mire, yo no sé nada, y no nos metamos en ese campo porque ahí sí me paro y me voy –rugió Emma poseída de su pensamiento agudo, y continuó-; llevo dos matrimonios, y ambos fallidos aun cuando todavía no me he divorciado de Braulio, así que no espere mucho de mí.

-Pero es inconcebible que dos seres humanos sean idénticos –respondió Diego con los ojos desorbitados, dejando de lado la gruya de papel doblado-. ¡Cómo puedes predecir el futuro por esas experiencias pasadas! Es imposible anticipar que nos irá mal a juzgar por tus matrimonios anteriores. Es como si yo asegurara que morirás pronto con el argumento de que porque enviudé hace unos años la historia se repetirá como un círculo vicioso. Te equivocas cuando aseguras que por el naufragio de tus otras relaciones puedes prever el desastre de la nuestra, basándote solo en que antes te fue mal y en tu conjetura de que soy un mujeriego. ¡Ya quisiera yo tener la vida sexual tan variada y concurrida que me atribuyes! Pero no, paso mis días y mis noches esperando a que tengas tiempo para estar conmigo, y no me quejo. Además, esos tipos que se casaron contigo no te supieron apreciar, no tuvieron idea de cómo amarte, los escogiste mal. Claro que, por el otro lado, hay que aprender a amar, y la única manera de hacerlo es amando. De manera que yo soy el afortunado que se beneficiará del conocimiento y la experiencia que adquiriste durante esos años tan tremendos con esos señores que me antecedieron. Debo darles las gracias.

-Estoy llena de dudas: ¿cuándo cortar?, ¿existe el amor para toda la vida?

Diego sintió un espasmo, nunca la había visto tan decidida a acabar con todo, por lo que prefirió no suplicarle en ese momento, y dijo:

-O sea que estamos en una paradoja: tú estás casada y a la vez celosa porque tengo una vida sin ti; pero también ten en cuenta que muero de ganas de estar exclusivamente contigo, hasta que la muerte nos separe.

-¡No se burle de mí! Usted es libre como un pajarito, yo no. Y además no sea tan arrogante de pensar que me dan celos de que usted ande por ahí sin supervisión.

-Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros.

Sin embargo, como es sabido, una cosa planean los hombres, y otra, muy distinta, las divinidades. Entonces Emma respondió, mirándolo con ojos de llamarada:

-¡No sea bobo! Yo a usted lo adoro, pero no quiero volver a sufrir. No sé si después de estos años terribles con Braulio, y antes de eso, con las mil infidelidades de Guillermo, pueda volver a confiar en alguien. Tampoco estoy segura de que usted sea capaz de amarme como yo me lo merezco.

-Emma, mi amor, no importa quién se enamora de quién al principio. Lo importante en el matrimonio es la estabilidad, no tanto ser feliz después de casarse, y mucho menos el amor. Por eso nuestra Iglesia dice que no es bueno que hombre y mujer se conozcan y consuman en vano la emoción de hacer el amor antes de casarse, por eso la sagrada Biblia prohíbe que la mujer adulta vaya por ahí libres. Así que no me parece tan grave nuestra casta situación.

Esta relación romántica y platónica entre Emma y Diego surgió en medio de la natural exaltación de los enamorados. Así es, amable lector, créalo o no, aun cuando se trataba de una pareja de adultos, ni siquiera se habían besado en los labios hasta esa noche en la pizzería. Y hay que aclarar que fue ella quien decretó que debía ser así. Resolvería las cosas con su marido fastidioso y luego de elaborar el duelo, y si llegaba a separarse por segunda vez, además si en ese momento lo considerara adecuado, podría entregarse a los tiernos brazos de Diego. Emma nunca había dormido con él, en el sentido sexual de la expresión, no porque no lo deseara ni lo amara, argumentaba que prefería esta alternativa porque tenía planes mayores y más nobles para él. Si algún día llegaba a separarse de Braulio, quería que Diego fuera solo para ella; lo anhelaba para ser su hombre definitivo, no como un amante furtivo.

Como es natural, él se opuso con bizarría desde el principio a la posición del amigo de confianza que Emma le ofrecía, pero fue tanta la convicción de ella que al final Diego tuvo que ceder. No hubo más remedio que aceptar la exigencia de los votos de castidad, cualquier cosa con tal de estar a su lado.

II

En cuanto al principio de este amor improbable puedo informar que todo sucedió sin nada abrupto ni premeditado. Las cosas empezaron en una mañana común y corriente, cuando Emma llegó al bistró de Diego.

Y si usted es de aquellos a los que les gusta la belleza exótica, le presentamos a Emma. Un mujeronón que con facilidad puede confundirse con una espectacular modelo que sin duda lo dejará sin aliento. Al cruzar el umbral de la puerta se detuvo momentáneamente para abarcar el restaurante íntimo con una mirada terrible, y se percató de que todos bebían y comían, entonces decidió entrar para ocupar una mesa. Estudió a las personas que la rodeaban y se estremeció de su soledad.

Imagine este bistró claro en sus extremos y oscuro en el centro. La sombra resguardaba las vitrinas que exhibían la mezcla variopinta de panes y pasteles de dulce y de sal que le daban la dilatada fama al negocio de Diego. En las secciones más iluminadas había mesas ocupadas de alegres comensales que degustaban la cocina y en especial los productos de su horno maravilloso. Además, a la hora del almuerzo y de la comida también podía verse a las personas conversando distendidas, tomando algún aperitivo, tal vez un puscafé, o en su gran mayoría degustando la copita de vino que acompañaba a sus viandas. En este ambiente bello y alegre podían escucharse las conversaciones de la gente, las salvas ocasionales de risa, y en el trasfondo el jazz clásico. Estos eran los detalles que hacían inolvidable este lugar acogedor.

Comprenderá entonces la vida de Diego: no era un tipo importante y ocupado, se trataba de un cocinero entregado a su arte. Era un artesano dedicado a la preparación manual y cuidadosa de los alimentos para la distinguida clientela. Había cimentado su dilatado prestigio sobre el respeto por la comida, los comensales y los colaboradores en la operación de su pujante negocio. Pasaba los días hablando con todo aquel que entrara al bistró.

Diego vio a Emma por primera vez en esa mañana luminosa, y tuvo una premonición: supo que su vida había cambiado, nunca más volvería a ser igual. Lo intuyó porque ella estaba dotada de una hermosura tan perturbadora que parecía mentira. Traía una falda corta con botas hasta la rodilla, una elegante camisa de color crema y un saco hermoso y colorido, mientras que del antebrazo izquierdo pendía una cartera de marca finísima. Lo que más le gustó de ella desde la distancia fue su manera de moverse y ocupar el mundo. Desfiló frente a él sin que él le quitara los ojos de encima, hasta que por último se sentó junto a una mesa en el fondo, al lado de la ventana, la más privada de todas.

Cuando el mesero se dispuso para ir a ofrecerle la carta, Diego se interpuso y le dijo, “tranquilo Tigre, quédese ahí, yo la atiendo.” Él hombre bonachón y con ojos maliciosos obedeció la orden del jefe. Entonces tuvo nuestro héroe la oportunidad única y legítima de dirigirse en persona a esta diosa por primera vez en su vida.

Al acercarse, y oírla hablar, su corazón se salió de ritmo. El rostro de ella tenía la elegancia de la belleza clásica con labios de coral que siempre dejaban ver sus bellos dientes a través de la sonrisa imborrable. Miguel de Cervantes Saavedra diría: “era una de las más fermosas y acabadas doncellas que a duras penas se encuentran sobre la faz de la tierra.” Era cálida y cuidadosa, su tono de voz era formal y sonoro, tanto que quedó dándole vueltas entre la cabeza hasta el día de hoy. En aquel semblante Diego pudo adivinar los destellos de su genialidad. Evidentemente era un espíritu perspicaz. Sus ojos negros, casi tristes, también tenían un dejo de esperanza. Y a él le pareció evidente que algo terrible le sucedía, tal vez había sobrevivido a un naufragio reciente, quizá un ser querido había muerto hacía unos minutos o tal vez estuvo involucrada en un catastrófico accidente de tránsito más temprano en la mañana. Entonces le dieron ganas de ofrecerle el corazón y una casita. A todas luces, una exageración innecesaria proveniente de un enamorado, porque ella ya vivía en una de esas casas nuevas y ajardinadas. Diego sintió por Emma un afecto supersticioso.

A continuación ella optó por un pan de chocolate con un té sin azúcar.

Unos minutos más tarde, Diego regresó a la mesa trayendo su pedido. Encontró a Emma distraída, estaba encarnizada con la pantalla de su teléfono inteligente. Seguro contestaba algún mensaje de suma importancia, a él no le pareció que estuviera entregada a las trivialidades que figuran en las redes sociales. A renglón seguido él puso el plato con el pan de chocolate y la taza de té frente a ella con el cuidado y la devoción con que un acólito asistiría a los oficios de un obispo. Entonces contuvo la respiración mientras ella probaba el fantástico pan, le interesaba la opinión de esa mujer fabulosa.

Para abreviar esta historia larguísima, unos minutos más tarde ya se amaban, y luego de este primer encuentro Emma empezó a menudear sus visitas al bistró, hasta que eventualmente se volvieron casi diarias, siempre instalándose en la misma mesa. Claro que era infrecuente que fuera durante los fines de semana, pasaba esos días junto a su marido aburridor. Hasta el punto que a los pocos días Diego puso un letrero a donde podía leerse “La Mesa de Emma”, estaba escrito con una hermosa caligrafía en letras doradas, y nadie más volvió a ocuparla de allí en adelante. El tiempo no les alcanzaba para sus dulcísimos y amorosísimos coloquios.

III

De regreso a la historia que traíamos acerca del encuentro entre Emma y Diego en esa noche siniestra más allá de las diez de la noche de un martes en una pizzería, él seguía pensando que hubiera preferido ir a tomar una copita de vino rosado en algún lugar de luces tenues y sillas cómodas, amenizado por una pianista de caja torácica amplia y voz privilegiada. Pero la verdad era que adoraba a Emma, y, a decir verdad, le importaba poco a donde estuvieran. Pretextos que urdía con la ilusión de estar a solas con ella.

Pero ella perseveró: 

-Me da miedo que todo el mundo empieza enamorado y con buenas intenciones, luego ese paraíso se esfuma. Estoy segura de que a nosotros también nos sucederá.

-El único paraíso es el que ya se perdió.

-Exacto, todo parece indicar que la vida se trata más de perder que de acumular –dijo ella para sí misma.

-¿Y qué quieres hacer?

La mujer hizo brillar sus ojos, y contestó reflexiva:

-Que no sepa qué es lo que quiero hacer no quiere decir que no quiera hacer nada.

Entonces la agudeza del pensador que dominaba a Diego lo llevó a decir a manera de conclusión:

-¡Todo lo vivido es irrepetible!

Diego se había convertido en el más salutífero bálsamo que aliviaba en Emma el vacío existencial que le infligía la compañía desagradable de su marido tirano y aburrido. Necesitaba a Diego, para ser más exactos en esta descripción, no solo por su compañía divertida, lo que sucedía era que cada día lo adoraba más. No lo veía como hombre que pudiera inspirarle una de esas locuras a las que las mujeres se entregan, empujadas por la desesperación que les causa la vida sin escapatoria, acontecimientos sin interés.

Además había reciprocidad. Él amaba la compañía de ella. Le agradaba su manera de construir los relatos de su vida. Ella prodigaba demasiado unos superlativos, sin que volvieran pesada su conversación, en la que la más mínima cosa adquiría unas proporciones gigantescas. En ocasiones rodeaba a las personas de genio de una aureola y creía que vivían en medio de perfumes y de luz. Pero en otras circunstancias, cuando las consideraba malintencionadas y destructivas, era capaz de la crítica más ácida que jamás se hubiesen concebido. A Diego, enamorado, le parecía que Emma bebía a grandes sorbos de la copa de la ciencia y de la poesía.

Los castos diálogos con Emma eran el centro de la vida de Diego. Todas las mañanas llegaba dichoso a trabajar. De hecho el negocio mejoró todavía más desde que la conoció, porque lo invadió un deseo sobrenatural de que todo fuera siempre más bello y mejor, secretamente quería homenajearla. Aspiraba a que cada vez que ella se fuera del bistró sintiera deseos desesperados de regresar. Empezó a decorar el ambiente con flores de colores indescriptibles, la música se hizo más variada, el servicio se afinó, la pastelería se volvió todavía más espléndida y la sazón de su comida mejoró, mientras que creció la variedad de vinos y licores. Ella lo rescató de su universo frío y monótono. Con los años de vida solitaria y de incontables relaciones sentimentales fallidas se había trasformado en mucho más que un escéptico, era un nihilista. Pero ya había pasado todo eso. Y esa noche en la pizzería fue más evidente que se amaban.

IV

Para comprender la aversión de Emma por la intimidad, y en particular con Diego, así como su devoción por el trabajo y su miedo a divorciarse de Braulio, retornemos al relato acerca de su separación de Guillermo, su primer esposo. Sucesos lamentables que ella no quería repetir, y por eso rehuía tanto el segundo divorcio. Se equivocan quienes afirman que alguien que logra separarse una vez, es capaz de hacerlo dos, tres y más veces; esta es una generalización equivocada que seguro proviene de alguien que jamás se ha divorciado. Romper con la pareja es doloroso y complejo.

Ella le contó a lo largo de sus encuentros matinales en el bistró que en una noche macabra en la chimenea del apartamento a donde vivía la familia ardía la ropa que había quedado luego de que Guillermo se fuera definitivamente. Interiores, medias, corbatas, pañuelos, pantalones, camisas, sacos eran el combustible de esa hoguera iniciada por ella, lacrimosa y despeinada, arrodillada en el suelo en una suerte de ritual pagano improvisado. Encendió ese fuego ceremonial con la pretensión de que arrasara con todo su pasado compartido con él. Con ese ritual limpiaba el ambiente de las memorias que construyeron juntos luego de años de matrimonio, para bien y para mal. Y, por fortuna, el apartamento era de ella, de lo contrario también lo habría incendiado enceguecida por la ira.

Los seres queridos están hechos de las pequeñeces de la cotidianidad. En algún libro de autoayuda Emma había leído que la mejor manera de elaborar el duelo de un amor desdichado era suprimir los rastros de la existencia del otro, así nada se lo recordaría. Desde luego que ella había elegido ignorar que lo que le da vida a un hogar no son los muebles ni los objetos sino los sentimientos que animan a las personas que lo habitan.

No se trataba de una mujer despechada, no hay que equivocarse, no la atormentaba el dolor de perder a su amorcito. Lo que la sacaba de quicios era la afrenta de la infidelidad de Guillermo. “¡Cómo se atreve ese imbécil a dejarme así como así, y lo peor, a cambiarme por otra más joven!” se repetía una y mil veces. Le causaba santa ira. Murmuraban que ahora andaba con otra, una tal Sandra. “No fue un error ni un pecado lo que cometió, fue una infamia”, solía decir Emma cuando narraba a sus parientes, amigos y conocidos que el matrimonio se había acabado por culpa de ese desalmado.

Momentos terribles que llegaron sin avisar, como la muerte y la conversión. A ella no le parecía que tuvieran dificultades conyugales mayores, si se comparaba con otras parejas que conocían, antes por el contrario siempre pensó que las recriminaciones de Guillermo eran excesivas y caprichosas. Pero la verdad era que desconocía la vida privada de su marido. Había subestimado el hecho de que cuando un hombre se prepara con voluntad para algo, como la guerra o el amor, al final se cumple el destino.

En todo caso, la noche del ritual del fuego también regaló a una madre comunitaria el colchón matrimonial. El lugar a donde compartieron tantos combates amorosos como disputas conyugales. Sucede que Guillermo conocía la esencia, mientras que Emma los conceptos, y a menudo ambas cosas no coincidían, entonces protagonizaron reyertas matrimoniales, y algunas de ellas era mejor olvidarlas, por las cosas vergonzosas que se gritaron el uno al otro. Ya empezaba él a entender cómo el rencor podía llegar a ser lo más fuerte que unía a dos personas. Peleaban por todo, cualquiera era un buen motivo: desde el almuerzo hasta el dinero, desde el uso que le daba a las palabras hasta el lugar a donde vivían, cada pelea era más violenta que la anterior. Compartieron muchos años, pero ya era tarde para sentimentalismos.

Adicionalmente Emma se deshizo en esa misma noche terrible frente a la chimenea del apartamento familiar de las cobijas y las sábanas y las toallas con el argumento de que le daba asco pensar que esos eran objetos íntimos que estuvieron en contacto directo con el cuerpo contaminado de Guillermo a causa de las manos de esa villana. Además mandó a lavar los tapetes del apartamento, quería eliminar las huellas que él había dejado al caminar descalzo. Botó sus libros a la basura, primero las ediciones de lujo, luego los demás. Y en una gran bolsa negra, de esas que se utilizan en las casas para acumular los deshechos, recogió los objetos personales que se le quedaron por ahí olvidados: la máquina y la crema de afeitar, el cepillo de dientes, la seda dental y el cortaúñas, para luego botarlos a la basura, no sin cierta satisfacción.

También en una enorme caja de cartón, que a juzgar por la inscripción, en alguna época sirvió para empacar rollos de papel higiénico recién fabricados, puso las fotos familiares a donde figuraba él, cómo queriéndole decir, “¡cómo pudiste!” Además incluyó las imágenes de la familia de Guillermo, junto con sus diplomas, un trofeo de tercer puesto en un torneo de golf en el club y otros objetos que atesoraba. Le decía simbólicamente a su exesposo: “¡ahí tiene los deshechos que tanto idolatra!” En cambio, estratégicamente, no le devolvió otras cosas que también valoraba, como su cuchillo especial para cocinar los domingos, la extensa colección de condimentos nacionales e importados ni los vinos especiales que tantos años y dedicación le había tomado reunirlos. Todo esto desapareció para siempre, como diciendo, “¡espero que sufra!” Y en alguna oportunidad Guillermo le preguntó a Emma acerca de estas cosas, pero era como si se las hubiera tragado la tierra. Él sabía lo que significaba todo esto, la conocía, lo hacía sentir su odio.

Aun cuando ella no era afecta del licor, que además puede parecer perjudicial por los extravíos que inspira, esa noche de exorcismo, a solas, mientras Antonio y Natalia estaban con Guillermo, Emma se sirvió una copita de tequila, luego otra y una más, a la vez que alimentó la pira ceremonial con lo que quedaba del que había sido su marido hasta ese día. El efecto del licor durante esa noche infausta le confirmó su sospecha de que sus asuntos personales, los propios, los verdaderos, eran acontecimientos de relevancia mundial. Entonces le contó con lujo de detalles todo lo sucedido a la gente que encontró registrada en la memoria de su teléfono celular. En ese momento nació una amplia campaña de desprestigio que ella lanzó en contra de Guillermo y Sandra sin ninguna consideración por sus hijos, ni consigo misma. Intimidades que los fanáticos del chisme recibieron con interés y, en ocasiones, con agrado.

Cuando él dijo “quiero divorciarme de ti” cogió su sombrero y se fue, ella sopesó el suicidio. Pero luego reflexionó que era mejor dedicar el resto de su vida a vengarse de él. ¡Haría que se arrepintiera hasta su último día sobre la Tierra! Esta sería su nueva meta, y ella siempre alcanzaba sus objetivos. Sucede que no siempre es cierto que el sufrimiento purifica y hace de todos mejores personas, más sabias y comprensivas. A Emma este revés la volvió fría, algo despiadada y solitaria, pero sobre todo desconfiada de los hombres y rencorosa. Hace falta un esfuerzo supremo y constante para vivir con la propia naturaleza. Y ella nunca perdió la seguridad de su juicio, incluso después de su divorcio brutal para todos.

Pero sin saberlo, ni imaginarlo, ella y él estaban unidos como una sola carne hasta que la muerte los separara, así se divorciaran, pues tenían hijos compartidos. Aún eran muy jóvenes como para siquiera intuirlo. Carecían de la sabiduría, y la única manera de adquirirla era a través sus juventudes, de modo que cuando la sabiduría les perteneciera ya se habrían gastado la juventud en conseguirla.

Luego Emma también le contó a Diego sentada en su mesa en el bistró acerca de sus años de divorciada. Tiempos difíciles en los que intentó recuperar su propia vida. Además sus hijos pronto serían estudiantes en la universidad, ya no eran unos niños. Fue cuando empezó a pensar en que no quería vivir sola lo que le quedara, poco o mucho.

Entonces conoció a Braulio, su segundo marido, y luego de salir con él por unos meses, y de estar segura de que la adoraba, se casó con el por lo civil. Si bien, esta pareja nunca tuvo una vocación romántica, sí, definitivamente, parecía una decisión prudente. Pero, como es sabido, el amor con estrategia no suele funcionar bien. Relato que bien puede escribirse en pocas palabras por el predominio de los sinsabores en su vida doméstica. Él era un egoísta capitalista que le aportaba un pasar confortable, ignorando su esencia, anhelos, sueños e intereses de mujer. Vivieron juntos, no del todo bien, no eran felices, pero sí tenían tranquilidad. Al principio ella había entrado en su vida con la idea de convertirse en su destino, de dominarlo utilizando los métodos femeninos. Cuando se habla, llora o grita, todo resulta más fácil. Pero con los años de vida compartida todo cambió. Como era de esperarse, dejaron de divinizar los errores, errores que solo hacían gracia en la infancia.

El dinero era lo principal para él. Lo empleaba como instrumento de tortura y control sobre quien lo rodeara. Sucede que la avaricia empieza cuando se acaba la pobreza, y su marido no era la excepción, su codicia era tan severa que mataba cualquier otro sentimiento en él. Las personas generosas son malos comerciantes, ya nos lo había advertido Honoré de Balzac.

Además, tal como era de esperarse, en la intimidad sucedía lo mismo que en el mundo exterior. Marido y mujer hacían el amor de forma mesurada y silenciosa bajo la cobija con la luz apagada, procurando acabar cuanto antes, porque él estaba cansado y preocupado por sus obligaciones inaplazables. En otras ocasiones lo hacían de forma torpe y apresurada, pero con una entrega profunda y sincera. Emma era una mujer acostumbrada a sacar lo bueno de lo malo. ¡Qué difícil es vivir! Hay señoras que aseguran que ellos están hechos de otro material, mientras que, por el otro lado, hay hombres que precisan tiernos y risueños que a las mujeres no hay que entenderlas, hay que quererlas.

Pero ya todo eso estaba pasando, ahora a Emma le parecía que la locura de Diego no era peligrosa. Le gustaron sus hombros poderosos y que lucía cabellos grises, pero también su risa fácil y que era un espíritu independiente y dulce. La preocupaba, aun cuando no demasiado, total ella ya estaba casada, que él se había hecho su propia idea acerca del matrimonio, y le interesaba poco. Se proclamaba un hombre a quien la suerte lo colmó de venturas: quedó viudo con un solo hijo. En cambio sí la desconcertaba la disipada vida amorosa que él había llevado durante años. Diego era un alma entusiasta y poética que tenía el ditirambo en el corazón y en los labios. Un hombre que con el tiempo llegó a hacerle las más lisonjeras promesas, y en gran medida las cumplió. Todo lo que le decía sonaba inteligente, culto, divertido, vital, pero no dejaba de incomodarla con sus disertaciones minuciosas y coloridas, con sus consideraciones cínicas a cerca de que la vida es una serie de trampas mortales. No significa que Diego fuera libresco, erudito, intelectual a la manera de Borges. Ella sospechaba que él era enamoradizo, por su elocuencia y simpatía, aun cuando él siempre fue impecable con ella. De todos modos, ella se preocupó por él como un amante se preocuparía por su querida.

En cuanto a los antecedentes conyugales de Diego, que por supuesto también salieron a relucir en los diálogos felices con Emma cada mañana en la mesa de siempre en el bistró, puedo informar que en el amor maduro, la vida matrimonial con Luisa, su esposa ya fallecida, se olvidaron el uno del otro, y empezó a florecer en él una cierta fascinación por la calle, muy por encima de la casa. Mientras tanto, seguramente como reacción de ella, el audaz espíritu crítico de Luisa la llevó a la conclusión de que Diego era el segundón de un segundón, un triste ad látere, por lo mediocre de su fortuna. Hasta que el hombre llegó a tal desesperación que adoptó la consigna de los republicanos: “cuanto peor, mejor”; ya no le importaba que pudiera tener el destino de los genios incomprendidos: ser juzgado, encarcelado y perder el trabajo. La gran ventaja de no tener nada era que ya no había qué más perder. Lo que acabó con su talento, su carrera y su vida sexual, fue el amor por Luisa. Es por eso que el amor, para Diego, se había vuelto una mezcla de malestar hepático y depresión invencible, no podía ser algo sencillo y agradable y feliz, era como si le arrancaran las uñas.

Pero tampoco puede dársele todo el crédito a Luisa del éxito reciente del bistró que ahora operaba Diego con tanto entusiasmo, él siempre había querido mandar y le había tocado obedecer. Solo que después de la muerte de su esposa, cuando se vio viudo y con un hijo pequeño por educar, decidió volverse un empresario a carta cabal, y puso a funcionar el restaurante que tantas satisfacciones y éxitos le deparó desde entonces.

Epílogo

Al llegar a mis oídos este relato acerca de los avatares de Diego y Emma, una relación heterodoxa, sí, pero también bella, se me vino a la cabeza el caso de Florentino Ariza y Fermina Daza en “El Amor en los Tiempos del Cólera”. Él la esperó durante décadas mientras que ella vivió su vida. Durante esos largos años él se dedicó a administrar su existencia de la mejor manera que pudo: trabajó, se enriqueció, tuvo varias compañeras sentimentales, unas de mayor trascendencia que otras. En suma, hizo lo que pudo para sobrellevar la soledad. Hasta que ella enviudó, entonces pudieron realizar, en la senectud, su amor refractario al tiempo.

Diego sabía desde el principio que bien podrían pasar años antes de que Emma estuviera dispuesta a ser su mujer. Ella fue clara. Es por eso, precisamente, que decidí que bien valía la pena registrar esta historia conmovedora. Me pareció un lindo ejemplo para contradecir a quienes dudan del amor, a los incrédulos del romance, a los que piensan que ya no existe el sentimentalismo ni la nobleza, a los que insisten en que la cursilería está mandada a recoger.

Sobre todo, pienso que la moraleja de este relato urbano es que en pleno siglo XXI las necesidades fundamentales del ser humano siguen inalteradas. Amar y ser amado, tal como sucede con respirar, comer y beber, siguen siendo componentes básicos del hombre. Esta es la condición humana. Con el progreso y el desarrollo, así como con el incremento de la expectativa promedio de vida, la información masiva y las modificaciones de los códigos de ética, las posibilidades para el amor han crecido vertiginosamente. Hasta el punto de que la tolerancia por la diversidad humana es el sumo valor en muchos países del mundo, y hoy se aceptan innumerables formas de estar juntos. Es probable que nunca el amor haya tenido mayores posibilidades y popularidad.

Pero también, por el otro lado, los conflictos esenciales no han cambiado mucho desde que el hombre es hombre. La intimidad es deseable y aterroriza al mismo tiempo. Las personas hacen cosas inconscientes por igual para construir y destruir las relaciones de pareja, y sin conflicto aparente. Además hay una extensa literatura de autosuperación que promueve la idea disparatada de que existen atajos para elaborar los duelos, que hay técnicas para hacerlo y que, si las cosas se ponen difíciles, es posible utilizar remedios que modifican la química cerebral, y entonces el amor desdichado se supera con facilidad y eficiencia.

Me parece que el luto frente a las pérdidas es ineludible. Se trata de un periodo de cicatrización mental, por así decirlo, que lleva a que el doliente no solo supere la pérdida, sino que también aprenda a partir de la experiencia sin que perdure en él ese sentimiento trágico del principio. Por lo general no hay refrán que no sea verdadero, porque son sentencias sacadas de la experiencia, madre de todas las ciencias, pero a veces algunos sí se equivocan, nada es perfecto, en especial aquel que dice “un clavo no saca otro clavo”. Siempre hay necesidad de elaborar los duelos para liberarse de la compulsión a la repetición. Y esto no quiere decir olvidar el pasado. Se refiere al proceso personal de hacer la paz con la adversidad para aceptarse y estar cómodo consigo mismo y con los demás. Así se supera esa idea infundada de que la vida es un círculo vicioso lleno de repeticiones ciegas, y entonces el doliente se libera de su actitud melancólica de profeta de desgracias para quien todo lo vivido es un mal presagio de lo que vendrá.

Hasta aquí llega esta digresión psicoanalítica, para continuar con el relato de los sucesos de esa noche inolvidable entre Emma y Diego, eventos que sucedieron a escondidas en una pizzería.

Seguía imperando el mismo olor a masa recién horneada, aun cuando ese martes ya se acercaba la media noche y el lugar estaba desocupado. Diego todavía afiebraba en la garganta la frescura de la cerveza, y luego comió un trozo de pan, más precioso que todo un banquete. Ya había terminado de hacer la gruya de papel doblado, ahora adornaba la mesa que compartía con Emma.

Entonces suspiró de felicidad, abandonándose, moviendo apenas los labios, y musitó una plegaria seguramente. Como cosa insólita, la conversación entre ellos había trascurrido amable y sosegada, aun cuando Diego había sospechado al principio de la noche que este encuentro sería como una purga dramática. Al principio le pareció que al aceptar la invitación de Emma a conversar seriamente en este restaurante familiar corría riesgos graves, como la muerte y la locura. Pero esa noche no fue así, había sido un desafío a la rutina.

Ella, por su parte, notó que eran los únicos que ocupaban la pizzería, y que estaban expuestos ante los ojos somnolientos de los meseros. Quienes empezaron a poner las sillas patas arriba sobre las mesas, apagaron el televisor gigantesco y el equipo de sonido, luego de que terminara de sonar “O’ sole mio” en la versión insuperable de los tres tenores: Plácido Domingo, Luciano Pavarotti y José Carreras.

Entonces le dijo a Diego con lucidez y autoridad:

-Ya no hay nadie más aquí, tenemos que irnos, pide la cuenta.

Él, dócil, lamentando perder esta maravillosa quietud compartida con ella, hizo una señal con el dedo para que uno de los meseros se acercara. Le pidió la cuenta. Y después de esperarlo durante un rato para que lo atendiera, la trajo, entonces pagó con largueza la hospitalidad, mientras que Emma lo miró con deseos inconfesables. Era como si el recuerdo de la conversación que acababan de sostener se hubiera resbalado rápido de la razón. A lo lejos, se oyó el silencio de la noche negra, un gato corrió y una bicicleta pasó de largo.

La parejita se adoraba todavía más al terminar esta velada nocturna en la pizzería. Si un psicoanalista leyera estas pálidas letras seguro pensaría que el motivo latente por detrás de este diálogo era que ella estaba celosa y, a la vez, desconcertada, pues desconfiaba de que él se hubiera acostado a dormir, temprano y solo, el viernes anterior; y, aun cuando enamorada de Diego, estaba casada con Braulio, de modo que era una sinrazón hacerle algún reclamo. Dilema que le ponía de presente su propia incapacidad de tener una relación completa con él, así que ella tampoco era de fiar. Algo muy distinto a lo que expresó con palabras en el contenido manifiesto durante esa noche fascinante en la pizzería, cuando pretendía acabar con todo por la culpa que le producía esta situación. Como suele suceder con tanta frecuencia entre los seres humanos: una cosa decía el corazón y otra, muy distinta, la mente. Pero Diego ya la conocía. Era innegable que la quería, y estaba dispuesto a lo que fuera con tal de darle seguridad y confianza en su amor desmedido por ella.

Parándose de la mesa, Diego con una energética maniobra corrió galante la silla de Emma para que pudiera moverse con comodidad, tal como se acostumbraba en el siglo XX. Ella adoraba que la tratara como a una dama, y él lo sabía, entonces se esmeraba todavía más. Se ponía de acuerdo con ella por el teléfono, y la esperaba, no le mandaba Whatsapps persecutorios para afanarla, por ejemplo.

Así que, al filo de la media noche en la pizzería vacía, al pararse de la mesa, los dos se miraron a los ojos con avidez, y luego sin saber cómo ni por qué se fundieron en un beso volcánico, presagio de un amor torrencial, pero también de sus sinsabores. Diego la besó en la boca dejándole la huella de sus palpitantes labios, y ella lo recibió besándolo encantada de la vida.

SBV


14/7/2016